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martes, 22 de diciembre de 2009

Educación rusa. Cuando los niños se aburren.

Disciplina, respeto, orden... Son cosas buenas, prácticas, pero cuando un niño tiene que estar sentado durante 40 minutos, casi sin poder moverse, el pobre se aburre. Un niño aburrido es un niño poco atento, incapaz de percibir información. Ni siquiera un adulto es capaz de estar atento durante más de tres minutos (por eso nos despistamos en las conferencias, cuando el discurso es largo y monótono), y los niños, pobrecitos... He visto estas miradas vacías, estos bostezos ahogados.

Por eso los adultos, que siempre pensamos que somos muy inteligentes, inventamos las recreaciones. En mis tiempos una clase duraba 40 minutos, luego empezaba una recreación de 10 minutos, y otra vez la clase. Para mantener el orden, los profesores inventaron las guardias. Cada grupo una vez al mes durante todas las recreaciones se ponía en los pasillos. El objetivo: tranquilizar a los niños aburridos. El guardia tenía el poder de parar al niño que corría o gritaba en el pasillo y hacerlo estar durante toda la recreación en la esquina más próxima.

Las esquinas en mi infancia era uno de los dos castigos más populares. Estar 15 minutos en la esquina cara a la pared era mi castigo personal por no haber comido la sopa del día. Otro castigo más famoso era el cinturón de cuero que dejaba marcas rojas en el culo.

En fin, cuarenta minutos sentado en la clase, recreación sin poder moverse, otros cuarenta otros diez, y al final llegaba el momento cuando se acababan todas las clases. Me cuesta mucho imaginar cuanto sufrían los vecinos de mi colegio, porque el ruido de 500 niños saliendo al mismo tiempo del edificio dejaban sordos a todos los peatones.

Los niños tenían sólo una asignatura para divertirse: el deporte. Eso sí, nos dejaba sin energía. Yo siempre he sido bastante débil y la única asignatura donde sacaba malas notas era el deporte. Tenía mala puntería (un día le dije a la profesora que tenía miopía y a partir de este día tengo miopía, aunque antes no la había tenido), no lograba encestar el balón cuando jugábamos al baloncesto, no podía trepar la cuerda. Me salvaba mi capacidad de correr. Corría mejor que todos y hasta hace poco participaba en los maratones. Los demás flipaban. Por fin podían gritar, por fin podían correr, por fin podían divertirse.

En mi niñez todos los niños se dividían en dos grupos: deportistas y empollones. Después del colegio los primeros iban a los facultativos deportivos: cursos de natación, fútbol, carate, ya sabéis, y los otros se dedicaban a leer en la biblioteca. Los dos clanes se reunián en pocas ocasiones, cuando hacía falta la fuerza de los primeros y la mente de otros. Eran días de septiembre, cuando todo el colegio iba a acampar en el bosque. Era una competición en varías categorías: canto, juegos deportivos, culinaria, concurso intelectual, concurtso artístico (donde teníamos que escribir un relato o un verso sobre el día) y otras, ya no me acuerdo de todo.

Luego se reunieron los dos clanes cuando empezó ella historia del ferrocarril infantil, pero no participé.

Y en invierno, clases de esquí, treinta niños con los esquís larguísimos (de campo, no de montaña), andaban en círculo bajo la nieve, temblando de frío y aprendiendo el vocabulario popular, que en todas las lenguas consiste principalmente en nombres de partes del cuerpo humano. Es allí dónde nosotros, los empollones, podíamos lucir nuestro nivel de educación explicando a los deportistas la diferencia semántica entre varios nombres de las mismas partes..

domingo, 20 de diciembre de 2009

Educación rusa. Disciplina y relaciones entre profesores y alumnos.

El primer día que fui al colegio (odio cuando dicen "al cole", tampoco me gustan "el bibe, la pupa, y todo este lenguaje infantil usado por los adultos) llovía a cántaros. Como me lo imponía el código escolar, llevaba puestos un vestido de lana de color marrón, un delantal, zapatos y puñetas (¿de verdad se llaman así estas cositas tan bonitas que nuestras abuelas llevaban para salir los domingos?) blancos, una mochila enorme, y, lo más importante, me coronaba un lazo blanco que me podías servir de paraguas, así era de grande. Eran las 8 de la mañana, tenía sueño y frío, y, además, me dieron un ramo de flores que olían mucho y me hacían estornudar cada dos por tres. Total: no me gustaba nada. Bueno, el delantal, sí, era bonito, pero era algo insoportable estar casi una hora de pie con las manos ocupadas y bajo la lluvia escuchar discursos de adultos aburridos. Me alegré un poco cuando al final nos invitaron a entrar en el colegio y nos acompañaron hasta la aula que tenía que convertirse en nuestro segundo hogar durante los siguientes tres años.

Nos sentamos en las mesas, y una señora alta nos dijo que era nuestra maestra y que se llamaba Elena Grigórievna y nos explicó las reglas básicas.
1ª: a los profesores se les dice "usted" y se les llama por el nombre completo.
2ª: todos se sientan en pares: una chica más un chico, se sientan rectos con las manos cruzadas en la mesa.
3ª: durante las clases no se dice ni una palabra sin levantar una mano recta.


(primera foto - posición correcta, segunda foto - posición incorrecta)

Nos dieron un libro. Para mí un libro siempre ha sido una cosa sagrada, misteriosa, así que recibir un libro nuevo la primera cosa buena del día. Lo abrí y mi sonrisa desvaneció. Era el abecedario.
- Discuple, Elena Grigórievna, - levanté la mano. - ¿No tendrá usted otro libro? Verá, ya he leído éste y no me pareció muy divertido. En realidad, es para los niños pequeños.
Tenía 7 años y estaba locamente enamorada del niño estrella de Oscar Wilde (sin saber la importancia de este cuento en el mundo literario. Luego, elegí este cuento para mi proyecto de fin de carrera, hice mi propia traducción al ruso y obtuve la mejor nota. Hace poco releí mi traducción y me quedé sorprendida por la pésima calidad de mi trabajo).
- Verás, pequeña, - me contestó la maestra. - Otros niños no han leído en abecedario aún, por eso tienes que aguantar un poco hasta que lo lean.
- ¿Cuánto?
- Un año, me temo.

Decidí irme a estudiar con otro grupo, que ya estaban leyendo otras cosas. Hice que mis padres hablaran con el director, pero no me lo permitieron, así que me aburría durante todo el primer curso. Me divertía ayudando a los demás, corrigiendo sus errores antes de que lo hiciera la maestra y soñando del niño estrella mientras. Fue cuando aprendí la cuarta regla:
4ª: si te aburres demasiado, siempre puedes levantar la mano y salir al servicio. Mientras sales, puedes ir a la cafetería y comer un pastelito allí.

Con el tiempo las reglas se hicieron menos estrictas. Ya levantábamos la mano como el niño de la foto, no estábamos sentados tan rectos, pero seguíamos diciendo usted a los profesores, nos levantábamos si otro profesor entraba o cuando empezaba y terminaba la clase, y, lo más importante, seguíamos teniendo mucho respeto a los profesores.

No se permitía hacer ruido en los pasillos, no se permitían chicles (en la URSS sí, habían chicles de tres sabores: café, menta y fresa), no se permitían juguetes. Más o menos en el año 1993 quitaron el uniforme (una verdadera lástima) y permitieron llevar zapatos con un tacón pequeño, usar un poco de maquillaje natural, pero quedaba prohibido soltar el pelo. Eramos rebeldes, íbamos maquilladas, llevábamos leggins y faldas mini. Fumábamos en la puerta del colegio, nos besábamos en las discotecas escolares que empezaban a las seis y terminaban a las nueve, pero jamás nos atrevíamos a faltarles de respeto a nuestros maestros y profesores.

Ya os conté la única vez que me atreví a rebelarme contra una profesora, pero estaba tan agobiada y sufría tanto de que me tratara mal, que para mí ya no quedaba otras opciones.

Tambíen tengo que decir que en los años 90 ser un profesor era un sinónimo de ser un perdedor. A los profesores les pagaban tan poco, que la mayoría prefirieron vender cosas en el mercado que seguir dando clases. De los que quedaron, ninguno intento demostrarnos sus frustraciones. Seguían siendo buenos profesores, y buenas personas.

En la siguiente entrada de mi blog hablaré de facultativos, actividades extraescolares y de todas estas cosas que les gustan a los niños.

miércoles, 16 de diciembre de 2009

Hasta el lunes estaré sin ordenador, así que contestaré a todos los comentarios y volveré a escribir a partir de la semana que viene.
¡Buen fin de semana!

martes, 15 de diciembre de 2009

Me desnudo, o 10 cosas que normalmente no cuento a nadie

1. Perdí mi último diente de leche cuando tenía 15 años. Era un colmillo. Durante casi un año no sonreía.

2. Como carne cruda. No poco hecha, totalmente cruda. Sin sal.

3. Una vez me dio una patada una cabra a la que yo intenté ordeñar en plena calle.

4. Mi abuela hacía mermeladas de las frutas que yo le daba. Eran frutas que crecían en el jardín de un vecino.

5. Una vez entré por la ventana en la casa vacía de este mismo vecino y la cerré por dentro. Luego salí y clavé todas las ventanas para que no se abrieran. Me pilló mi vecino mafioso.

6. Soy una mala conductora. Cuando doy marcha atrás, confundo la izquierda con la derecha.

7. Una vez caí en un estercolero. En un estercolero muy grande.

8. No me gusta cuando me dicen que soy guapa, porque me doy cuenta de que no es verdad.

9. Cuanto más años tengo, más me gusta mi cumpleaños.

10. No sé cocinar y estoy muy orgullosa de mí misma por ello.

¿Queréis saber algún detalle?

jueves, 10 de diciembre de 2009

Historia mafiosa. Segunda parte.

En un día de verano cuando hacía mucho calor, mis padres y yo estábamos en la terraza de nuestra casa de verano. Era la hora de comer, pero nadie quería moverse para preparar algo de comida. Mi madre me estaba haciendo trenzas africanas, mi padre leía un historia policíaca y de vez en cuando exclamaba: "te van a matar, idiota" o "que te maten ya".

De repente los tres oímos un tiro en la casa de los vecinos y un grito insoportable. Así gritan cerdos cuando les cortan la cabeza, lo sé.

"Le han matado", constató mi padre. Nos quedamos un momento sin palabras, sin saber que decir, como comentar lo que pasó. Y, además, el grito no era de un hombre. Los vecinos tenían una perra que en varias ocasiones había mordido a varias personas, así que a lo mejor alguien se venció y mató a la perra.

Al cabo de unos segundos, que nos parecieron una eternidad, vimos a mis dos amigas corriendo hacía nuestra puerta de entrada. Lloraban.

Salí para abrirles y vi que la hermana mayor estaba ensangrentada y la otra estada más pálida que la nieve. "Ayúdanos", dijo la segunda, a mi hermana se le explotó un mechero.

Llamé al hospital para que viniera una ambulancia. Les expliqué la situación y dije a donde ir y me contestaron que no se iban a meter en esto. El coche de mi padre estaba roto. Salí a la calle, paré el primer coche que pasaba, que, por suerte, era de otro vecino que nos conocía a todos. Fuimos a mi casa para recoger a las chicas.

Mi madre le estaba lavando la cara a la hermana mayor. Se veían granos de pólvora en sus mejillas, en su cuello. Faltaba la falange de un dedo en su mano derecha. En las rodillas tenía un bol lleno de la sangre que corría del dedo cortado. Estaba a punto de caerse desmayada, mi padre la sujetaba en la silla. La hermana menor lloraba sin parar.

Luego mi padre la cogió en brazos a la chica herida y la llevó al coche del vecino. Se fueron al hospital. Me quedé en casa, no cupe en el coche, fueron el vecino, dos chicas y mis padres. Pasé un buen rato pensando en lo que pasó después llamé al restaurante de la madre de mis vecinas.

Por la noche, cuando las chicas estaban ya en casa, oí gritos de su casa. El padre le estaba regañando a la hermana mayor: "Te dije que no tocaras nada en la estantería. Eres estúpida y por eso estás como estás".

El mechero estaba preparado para un competidor. La chica limpiaba la casa y vi este mechero. Como en esta casa nadie fumaba, se le ocurrió probar este mechero y, si funcionaba, regalárselo a un chico que le gustaba. Si ella fumara, se habría quedado sin cara.

Durante todo aquel verano me seguía preguntando si el dedo iba a volver a crecer. Le contestaba que no lo sabía hasta que un día me dijo "no va a crecer, no hay hueso".

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Historia mafiosa. Primera parte.

Como muchos niños rusos pasaba las vacaciones de verano en la casa de mis abuelos. Allí es donde tenía amigos de verdad, donde me sentía realmente libre y yo podía ser yo sin tener que hacer caso a mis padres y a mis profesores. Un verano encontré que la casa de un vecino, que siempre había estado vacía, se habitó. Los nuevos vecinos estaban construyendo una casa nueva, una casa enorme, de ladrillo en vez de madera. Eran jóvenes, como mis padres. Tenían dos hijas: una de 5 y otra de 6 años. Yo tenía 8.

Nos conocimos, y como algo natural les pregunté a que se dedicaban sus padres. La madre era directora de un restaurante, me dijeron. "Y vuestro padre?" pregunté.

- Es profesor, dijo una.
- Es conductor, dijo otra.

Luego se miraron y me dijeron "es hombre de negocios". A los 8 años me importaba muy poco a que negocio se dedicaba mi vecino. Era muy bruto, cambiaba coches cada mes, siempre iba rodeado de cuatro hombres, dos se sentaban en el asiento delantero (uno de ellos conducía), mi vecino se sentaba en el centro del asiento trasero, y otros dos hombres se sentaban a su lado. Gritaba mucho (luego supe que simplemente era un poco sordo) y le daba miedo a todo el mundo. La gente hablaba de él y no decía nada de bueno.

A mí no me caía mal. Apenas me hablaba, pero sonreía a veces, sus hijas eran buenas, la mujer era educada y siempre me invitaba a comer a su casa. De todos los amigos yo era la única a la que se permitía entrar. No sé porque tenían tanta confianza en mí. El marido no comía con la familia, siempre se le servía comida en un salón grandísimo y él comía con uno de los guardaespaldas, que era el más fiel.

Pasaban años y años, seguíamos siendo amigas con las chicas, entrar en su casa para mí era algo tan natural como entrar en mi propia casa. Me quedaba a dormir con ellas, pero eran noches sin sueño, porque el teléfono de la casa sonaba toda la noche y mi vecino hablaba en voz muy alta. Conocía a los guardaespaldas, bromeaba con ellos, jugábamos juntos al tenis de mesa o al billar.
Era algo natural estar en el salón de la casa hablando y ver como entraban cinco hombres con armas. Era natural volver a mi propia casa y ver a través de la ventana como llegaban coches de policía (milizia), de donde salían docenas de personas con máscaras y ametralladoras y se dirigían hacia la casa de los vecinos. Al día siguiente las chicas decían que su padre se había marchado de vacaciones. Nunca les hice ningún comentario sobre su padre.

La gente decía que tenían un pasillo en el sótano que llevaba de la casa hacia un escondite secreto. No vi ningún pasillo, ni laberinto, ni nada. Vi sacos de patatas guardadas para el invierno, vi muebles que ya no les servían, vi armas. Creo que si hubiera existido este pasillo, mi vecino no habría tenido que irse de vacaciones tantas veces. Sin embargo, las vacaciones no duraban mucho. Al día siguiente de su desaparición, se reunía el consejo de familia. Se reunía el dinero del clan y se elegía una persona para ir a hablar con el dueño del hotel a donde le llevaban a mi vecino. Solía salir al cabo de una semana o dos.

Yo aprovechaba mucho mi situación tan privilegiada. Si llamaba al taxi, no tenía que decir mi dirección. Decía "quiero un taxi a la casa de N." Sí iba a una discoteca con las chicas, jamás pagábamos la entrada. Además, ningún tío guarro se atrevía a tocarnos. Si aparecía alguien de otro pueblo que no sabía quienes eramos (eso sólo pasó un par de veces, ya que toda la provincia sabía quien era mi vecino), llamábamos a los guardaespaldas.

Cuando yo tenía 16 años, mis amigas - 14 y 13, el poder de mi vecino empezó a desvanecer. Me di cuenta de que la cosas ya no eran como antes cuando al entrar en la discoteca del pueblo, un hombre desconocido nos paró en la puerta y dijo "a pagar".

- Sabes, quienes somos? - le pregunto la mayor de las hermanas.
- Me importa un bledo, - contestó tranquilamente. - A pagar.

Así empezamos a convertirnos en simples mortales.

Mañana seguiré contándoos la historia de esta familia. Repito que la segunda parte va a ser dura, pero la voy a contar tal y como pasó. Si a alguien no le gustan cosas crueles, que no la lea.

domingo, 6 de diciembre de 2009

Mi pueblo

Me resulta un poco difícil decir "pueblo" cuando hablo del lugar donde crecí, porque en ruso sólo hay dos palabras básicas para municipios: son gorod (ciudad) y derevnya (pueblo). La segunda palabra se refiere a un municipio periférico, donde las casas son de una planta y todo esto está en el campo. Cualquier otro municipio es gorod. Así que traduciendo, me siento un poco molesta por la necesidad de llamar pueblo lo que en mi lengua yo llamaría ciudad. Luego, claro, hay otras palabras, como gorodok, selo, posyolok, pero se usan mucho menos, dejando que todo se divida en blanco y negro: ciudades y pueblos.

Nací en Moscú, pero no hay ninguna prueba. Mis padres vivían en un municipio a unos 50 kilómetros de la capital. Para evitar colas en los registros civiles de Moscú, me registraron como nacida en este municipio, en este pueblo periférico. Así que me convertí en lo que los moscovitas llaman "zamkadysh". Mkad es la carretera circular de Moscú, la que rodea toda la ciudad. Como los precios de parcelas comerciales en el lado interno de la Mkad son mucho más altos que de las parcelas del lado externo (lo que ya no es Moscú), la mayoría de tiendas Ikea, Leroy Merlin y otras se construyen en el lado externo. En un libro ruso, se hacía la pregunta "Hay vida fuera de la Mkad?", y desde allí vino el nombre (ofensivo, por supuesto) zamkadysh: los de fuera de la Mkad.

Pues, yo soy de los zamkadysh. Soy de un pueblo que en su época era cerrado. Es decir, si pillaban a un extranjero en el territorio de este pueblo, en este mismo momento lo juzgaban como espía. Un extranjero (no un turista, los turistas ni siquiera sabían que tal sitio existía, supongo, me refiero a los científicos, diplomados, militares) necesitaba un permiso especial y iba acompañado por los mejores tíos de la KGB.

Ahora lo siguen cerrado cada dos años durante una semana por motivos de una exposición. No lo cierran del todo, pero para entrar con un coche, hay que enseñar el pasaporte con el sello del padrón o el permiso para entrar. No lo cierran por el miedo de los espías extranjeros, al revés, el pueblo está tan lleno de extranjeros, que los encierran para proteger de los terroristas. Como cambian las cosas...

sábado, 5 de diciembre de 2009

Sabio vs maduro

Mi mensaje de bienvenida (y al mismo tiempo el texto de publicidad) ha causado una discusión bastante desagradable en un foro de amantes de Rusia debido a la palabra "sabia" que he usado.

Pues, resulta que me equivoqué. De ninguna forma quería decir que los españoles sois todos tontitos, y yo soy la única sabia en este país. Me refería a la experiencia que tengo. Nada más.

Por lo cual pido perdón a los que se han ofendido y cambio, donde puedo, la palabra exagerada por otra: "madura" y me comparo con las personas de mi edad, no con las personas verdaderamente respetables en su sabiduría.

El recuerdo más dulce de la URSS

Muchos fines de semana mi padre y yo íbamos a un parque de atracciones. Mi madre trabajaba mientras, y sin ella lo pasábamos en plena armonía y paz. Mi padre era mi mejor amigo.
Los parques de atracciones rusos no son como los que veo aquí, agobiantes, llenas de gente y basura que dejan tirada por todos los lados. Allí, en mi primera vida, primero eran parques y luego de atracciones.
Paseábamos, charlábamos tranquilamente, soñábamos de mi vida futura (mi padre tenía muchas esperanzas), disfrutábamos del día.
Todo hasta llegar a un punto de venta de gaseosa.

Eran maquinas inmensas siempre con un vaso de cristal que se podía lavar en la misma máquina. No nos gustaba usar el vaso de todos. Siempre llevábamos uno plegable de plástico y nos llenábamos de gaseosa primero con jarabe dulce, luego sin. Sólo después de haber paseado un buen rato, de habernos hinchado de gaseosa hasta tener hipo, íbamos a las atracciones. Pasábamos un día entero en el parque y cuando anochecía, volvíamos a casa para guardar en secreto todas las vivencias de este día, para que fueran nuestros momentos de felicidad, nuestros y de nadie más.

Ya no hay estas máquinas, ya no está mi padre conmigo, pero mis dulces recuerdos seguirán vivos hasta que me muera yo. El parque de atracciones también sigue funcionando. Se llama Izmailovky Park de Moscú.

viernes, 4 de diciembre de 2009

Mucha suerte

En mi lengua hay una frase hecha "haber tenido suerte con el marido". Es una de las frases que se usan entre las mujeres para expresar aprobación, hasta envidia. Nunca he podido entender esta frase, ni llego a entenderla ahora, cuando llevo más de un año felizmente casada.

Para explicar un poco, a que se debe la aparición de esta frase, vamos a imaginarnos una situación normal y corriente. Una chica que cumple sus 18 años, ya no es una chica. Ya todo el mundo la va a llamar "mujer", ya sus padres dormirán con un poco de tranquilidad porque la hija es mayor de edad y puede hacer todo lo que quiere, ya los amigos se reirán de ella, porque todo el mundo sabe que significa hacer todo lo que quiere uno. Y sin castigo.

La libertad emborracha. Borrachas de alcohol y borrachas de libertad (una mezcla peligrosa) estas dieciochoañeras pierden cabeza. Entre las amigas se habla de tíos, de amores, del sexo, y así, llevadas por las impresiones, por el cotilleo, muchas de ellas se encuentran casadas. Un día se despiertan casadas, y se acabó. No tienen muy claro como les ha pasado, apenas saben quien es él de al lado.

En un par de años se reúnen en las fiestas anuales de los ex-compañeros del colegio. Es allí donde dicen "has tenido suerte con el marido, yo no".

Me dan mucha lastima estas chicas. A mí me han dicho esta frase muchas veces, y cada vez esperan que yo conteste, que no, no tanta suerte. Que mi marido es vago, o tonto, o bruto o lo que sea. Así se alegrarían un poquito, no se sentirían tan infelices, tan inútiles y perdidas en la vida cotidiana.

No contesto. Sonrío tristemente, porque de verdad me dan lástima. Ellas piensan que han acertado, y se van contentas.

martes, 1 de diciembre de 2009

Hipocresía Mundial

Nací en un país donde idealogicamente no había pobres ni ricos. Nos decían que todos eramos iguales, que el individualismo era un pecado, que teníamos que compartir nuestros bienes con los compatriotas. Idealogicamente, sí. En realidad, pura y dura, todo era un poco diferente. La riqueza de los niños soviéticos se medía en chicles. Nuestros padres se dividían en dos grandes categorías: los que dictaban la ideología y los que la escuchaban.

Los primeros tenían pasaportes diplomáticos, es decir, podían salir del país (con la obligación de contar historias feas sobre el extranjero al volver, claro). De sus viajes traían chicles colorados con pegatinas, vaqueros americanos y zapatos deportivos blancos. En los años de mi adolescencia por una pegatina se compraba, por ejemplo, una colección completa de obras de Pushkin. Los vaqueros luego se vendían en el mercado negro por unas cantidades enormes de dinero. Tengo una carta que mi madre envió a su madre en los años 70 para pedirle permiso para gastar su sueldo mensual en unos vaqueros de campana increíblemente azules. Sé que tuvo el permiso. Mis padres eran de la segunda categoría. Escuchaban. Pero tampoco creían mucho. Así que al final mi padre se hizo diputado de la Duma Municipal del pueblo donde vivíamos. Para dejar de escuchar las tonterías de los demás y empezar a dictar él. Y también por que a los diputados se les concedían pisos municipales, aunque esto último no se decía en voz alta. Así fue la vida hasta el año 1991.

La caída del régimen fue tan rápida que de un día para otro perdimos nuestra patria, nuestro pasado, nuestra idea. Lo que antes se creía malo, se convirtió en bueno, y al revés. Ya no eramos todos iguales. Los nuevos rusos, todos los eramos por dejar de ser pueblo soviético y convertirnos en ciudadanos de la Federación Rusa, culpábamos al partido soviético de hipocresía y proclamábamos libertad, independencia, y autosuficiencia. No queríamos más hipocresía, queríamos echarnos para delante, con los ojos abiertos y corazones llenos de verdad.
Luego me tocó elegir la futura carrera y entre a una universidad donde se estudiaba traducción. Una de las asignaturas más importantes fue prácticas de inglés. Allí hablábamos de todas las cosas que nos interesaban, entre ellas de dinero. Me acuerdo del día cuando la profesora nos pregunto, que haríamos si encontráramos un millón de dólares en la calle. Me toco responder la pregunta. Lo gastaría, dije. Me compraría una casa bonita, empezaría a viajar para conocer el mundo, disfrutaría de una vida hedonista sin preocuparme de pan del día. La gente se quedó sin palabras. Estupefacta. Muda. Pasaban largos segundos de silencio hasta que la profesora dejó de mirarme como a una idiota y dijo: "No darías nada a los pobres?"

Había que ver la que se montó. Me reprochaban de egoísta, me explicaban que hay que compartir nuestros bienes, que mi posición era un pecado... Todo eso me daba una rara sensación de haberlo vivido antes. Esta gente que odiaba nuestro pasado que culpada los socialistas de hipocresía repetía las palabras de estos socialistas. Fue el momento cando decidí que el país no tenía futuro, que nada iba a cambiar, ni la pobreza de la gente, ni la mentalidad. Nada. Y aquel fue el momento cuando decidí que no me quedaría a vivir en este país.
Hace unos días hablé con un conocido español de nuestras posiciones políticas y, hablando de si mismo, él, entre todas las cosas que me contó, dijo que si una persona no es idiota, tiene que ser socialista. Me puse a reír. Dame por lo menos una buena razón para ser socialista, le dije. "Pues, hay que compartir nuestros bienes," contestó.

¿Con quién y por qué? Señores, para ayudar a un pobre que no ha tenido la oportunidad de levantar cabeza no hay que ser ni derecho ni izquierdo, basta con ser una persona normal. Pero no hay ningún motivo para compartir con un vago que no ha querido mover el culo para buscar pan, pero ha levantado otra parte de su cuerpo para hacer cinco hijos. Tampoco quiero que un nene que no haya visto en su dulce vida nada y que no haya tenido mayor problema que qué regalo comprar a su novia para el año nuevo, me indique que tengo que hacer con lo que he ganado trabajando. Por que todos sois hipócritas, vosotros, los que queréis compartir. No estáis dispuestos a pagar un billete de tren de cercanías a una señora mayor que dejó el monedero en casa. La miráis de reojo, para ver si se atreve a ir sin billete, pero sois demasiado ratas para gastar un euro en una persona que no sea vosotros.

Hipocresía mundial, este es vuestro diagnosis.

PS: Me molestó mucho lo que pasó en la Universidad, por eso sigo las vidas de mis ex compañeros desde lejos. Por lo que sé, dos gastan dinero en drogas, una chica en alcohol, las demás se casaron, tuvieron hijos. Ninguno comparte sus bienes.